Con el caso de Inés Madrigal emerge la realidad de las miles de madres solteras y adolescentes que de los años 60 a los 80 eran obligadas a dar a luz y desprenderse de sus neonatos que después eran traficados por una red de médicos, personal sanitario y monjas que hacían negocio con ellos.
Hablamos de una sociedad en la que no existía la cultura de la anticoncepción, era un lujo para las clases medias pudientes y con un buen novel cultural, mientras otras mujeres eran llevadas por sus familias a clínicas de aborto clandestinas, a Londres u tras ciudades europeas o a casarse en plena adolescencia como una forma de salvaguardar el honor familiar.
Niños y niñas vendidos, traficados, regalados, convertidos en mercancía para personas sin escrúpulos, que incluso justificaban su negocio con objetivos morales llegando a familias como "Dios Manda". Tráfico de seres humanos sustentado por la clandestinidad a la que pasaban las jóvenes que habían osado pecar antes del matrimonio. En mi adolescencia viví la desaparición durante unos meses de alguna chica de mi instituto, que había ido "a pasar una temporada con sus tíos".
Verdades que salen a la luz y que enseñan los efectos de la represión moral, las condenas terrenales promovidas por la iglesia católica, la estúpida moral de negar lo que es natural y biológico en el ser humano.
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