A primera vista te digo que podría ser la clase; eso, una clase de un colegio en la que quizá aprendieron a leer, a multiplicar o decir esternocleidomastoideo sin que les tropiece la lengua. Allí los llevaban desde casa. Iban bien cogidos de la mano de papá o mamá cuando eran pequeños y necesitaban todo su cariño y protección. Si fuera así, allí llegarían con el estuche, algún libro, con el cuaderno de los deberes y con un balón de fútbol o baloncesto, para jugar luego en el patio con los amigos.
Pero si me fijo te diría que más bien parece una habitación algo extraña, por no decir desolada. Me llama especialmente la atención lo despejadas que tiene las paredes; no hay ni un reloj, ni un póster de un paisaje en el que se pueda ver una playa junto al mar, un esquimal saliendo de un iglú o la típica fotografía de la naturaleza en la que un hámster le quita la cáscara a una pipa y sobre él revolotea una traviesa mariposa a punto de posarse en una diminuta flor. Tampoco hay muebles, ni sillas, ni mesas, ni una estantería en la que colocar alguna cosa.
(Fotografía: Clemente Bernad).
Si me fijo aún con más detalle veo que encima de uno de los zócalos hay dos enchufes, junto a un cable que sale de la pared, con el que algún día conectaron una televisión o un ordenador. Eso sí, todo lo imagino en silencio, sin una música de fondo, sin el sonido de un coche que acelera cerca, de alguien que empieza a cantar al pasar por la acera o el ladrido de un perro que trata de soltarse de la correa con la que quieren que no escape.
Detengo mi mirada en la parte derecha y observo con detalle la esquina del marco de una ventana tras la que me imagino un jardín con algunas flores, una piscina llena de agua fresca donde los niños y las niñas se bañan durante las vacaciones, se ponen a bailar antes de saltar al agua o señalan un cielo intensamente azul en el que algún día de calurosa lluvia observaron un arcoíris que parecía el borde de media pizza hecha con regalices de colores.
Entre las cuatro paredes hay dieciocho niños de distintas edades. Algunos son de primaria y otros de bachillerato. No parece que estén así reunidos por amistad o porque vayan a compartir algún tipo de diversión. Si repaso sus rostros uno a uno observo que ninguno de ellos tiene gafas; será por falta de dinero para comprarlas, porque alguien ha decidido retirárselas de la cara o porque ya no las necesitan para leer.
Todos están tumbados en el suelo, como si fueran a dormir. Pero no es un juego; alguien los ha colocado allí con amor y ha cerrado sus párpados con cariño. Si mi oído pudiera sobrevolar sus cuerpos no escucharía el latido de ningún corazón, aunque pusiera mi cabeza sobre unos de sus pulmones. El silencio que imagino en aquel lugar es denso, penetrante y angustioso, capaz de congelar cualquier felicidad.
Podría pensar que juegan a hacer que están dormidos hasta que leo los dos renglones que hay escritos bajo la fotografía que llevo mirando todo este tiempo. "Cientos de niños y otros civiles muertos tras un ataque químico del ejército sirio, según la oposición". Eso quiere decir que han respirado un gas que asfixia la paz; ahora lo entiendo todo.
Emilio Silva Barrera
Del libro Imagina cuántas palabras https://alkibla.net/imagina-cuantas-palabras/
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