En la noche de un día como hoy, hace 82 años, un camión de reparto de gaseosa se detuvo frente a la puerta del ayuntamiento de Villafranca del Bierzo. Fueron introducidos en él catorce hombres, civiles, republicanos,trabajadores, algunos padres de familia. Entre ellos, Emilio Silva Faba, 44 años, padre de seis hijos, marido de Modesta Santín, militante de izquierda republicana, defensor de la escuela pública y laica. Hace hoy ochenta y dos años que fue asesinado junto a otros trece civiles, su cuerpo abandonado en una cuneta, su cráneo atravesado por dos proyectiles de bala, sus hijos en un pueblo gobernado por sus asesinos, por los que raparon el pelo a las mujeres republicanas, por los que arrebataron la vida a decenas de civiles y luego le llamaron a eso "guerra entre hermanos".
Aquí imaginando las que pudieron ser últimas horas de vida de mi abuelo, arruinado por un impuesto que le cobraba la falange, asesinado por quienes querían una España grande y libre y construyeron una sangrienta dictadura por la gracia de Dios
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Toda la vida bajo tierra
Se
sienta en el catre de la celda, con el cuerpo inclinado hacia delante y el
rostro apoyado en las palmas de las manos y los codos apoyados sobre sus
rodillas. Escucha los primeros ruidos en el piso superior, el alboroto, las
pisadas, las risotadas cuando alardean de que esa noche van de caza, a sangre y
a fuego, al tiempo que chocan los tacones de sus botas al grito ¡Arriba España!
y los imagina cuadrándose brazo en alto.
Sabe
bien lo que significa, lo que se conjuga hacia su existencia como una ola
gigante, el giro que ha dado el reloj de arena del tiempo que le queda, o el que
no le queda; el firme trazo con el que la muerte comienza a escribir su nombre,
sus apellidos, la fecha de su nacimiento y la de su defunción; agujero que se
abre como la explosión de un obús en el suelo de la biografía de su mujer y de
sus hijos, porque conoce cómo tratan a las viudas, cómo las humillan, las
insultan, sin rastro de la caridad cristiana que dicen defender y ejercer, sin
un miligramo de amor al prójimo.
Inspira
aire profundamente sobre sus manos y entonces detecta el olor de su hijo Manuel
que debió impregnarse en sus dedos cuando su brazo atravesaba las rejas de la
celda y le frotó el cabello, antes de verle desaparecer subiendo las escaleras
y despedirse de él para siempre. Aquel aroma es el último hilo que une físicamente
sus sentidos con su familia y entonces lo rastrera lentamente entre los dedos,
lo busca, lo necesita como una puerta por la que huye del miedo y la desesperación.
Detiene
su pensamiento en una imagen plástica y respira lentamente para no agotar ese
olor que es un puente que le une a su vida, a su ex vida, a los pocos latidos
que le quedan a sus aurículas y a sus ventrículas porque está a punto de pasar
el resto de su vida bajo tierra.
Entonces
descubre un rincón entre los dedos índice y corazón donde lo percibe de un modo
más intenso y detiene su nariz sobre él para olfatearlo, para saborearlo y
concentrarse en un momento feliz junto a sus hijos, junto a Modesta, la mujer por
la que dejó de ser un emigrante. Están en Pereje, entrando en la casa que él ha
construido con sus propias manos para su familia. Es la primera noche que pasan
en ella y él se siente orgulloso después de dos años y medio de duro trabajo.
Los
gritos aumentan en el piso superior y alguien avisa a los detenidos de que se
vayan preparando. Imagina a su hijo Emilio, al que la faltan dos días para
cumplir diez años. Camina sobre el muro de piedra que limita la parcela sobre
la que ha edificado el hogar en el que sueña envejecer y cuando consigue
cruzarlo y mantiene el equilibrio salta y sale corriendo para hacia la primera
piedra para repetir su hazaña.
Ramón
está golpeando dos piedras que chisporrotean. Las sujeta fuertemente y repite
el mecanismo porque busca el punto justo entre el choque y la fricción para que
salgan las chispas más grandes. Está sentado en el suelo, junto a la entrada,
con las piernas estiradas y abiertas.
Manuel
tiene cinco años y se ha subido a una piedra de trescientos kilos que tuvieron
que traer sobre un carro y han puesto a la entrada de la casa, justo a la
izquierda de las escaleras. Escala la piedra, se sienta en su cima y se deja
caer como si estuviera sobre un tobogán.
Rosario
está conversando con una muñeca de trapo, le acerca y aleja un palo a la boca,
como si le estuviera dando de comer. Antonio, con sus cuatro años, corre de un
sitio a otro, desparece por la esquina donde se extiende el huerto, regresa
hasta tocar con la mano la esquina que da a la carretera y repite el mismo
recorrido una y otra vez con la agilidad de una atleta. Modesta, su mujer, está
sentada en una silla y tiene en brazos a la pequeña, de apenas cuatro meses.
Los
tacones de los pistoleros de falange golpean los escalones que terminan junto a
la puerta de su celda. Gritan algo que él escucha de lejos, porque está inmerso
en esa imagen que le aleja del pánico que siente ante lo que va a significar su
muerte para la familia.
Se
ve sentado junto a ella, en el escalón de la puerta y de repente la mira,
sonríe y siente una felicidad que nunca pensó que viva cuando siendo un joven
emigrante piensa que la angustia con la que llega primero a Buenos Aires y
luego a Nueva York va a acompañarle toda la vida. En ese momento ella gira el cuerpo, apoya a
la pequeña sobre sus piernas y estira el brazo para acariciarle el cabello.
Alguien
tironea de su brazo pero él no quiere separarse de ese olor, como si hubiera
encontrado en él un anclaje con la vida, un hilo de Ariadna que no quiere
romper. Uno de los falangistas le agarra del cabello y le empuja hasta que lo
saca de la celda y lo estampa fuertemente contra la pared.
Descuelga
sus brazos y cierra la mano, porque quiere guardar ese olor para el momento en
que se despida definitivamente de la vida. Mira la fila de detenidos y los ve igual de
temblorosos que él. Ahí está Miguel, el madrileño, apoyado en la pared cuando
se miran a los ojos para confirmar que no tienen derecho a la esperanza. Delante
de él está Leopoldo, el más entero de todos, casi desafiante.
A
culatazos y empujones los dirigen como a un rebaño hacia la puerta de salida.
Antes de atravesarla los detienen y les atan las manos para que no den sorpresas,
para que no se anden con fantasías o intenten desviarse de su destino
inexorable. Él sostiene su puño cerrado, no quiere que el aire o algo que roce
le robe esas últimas partículas de olor. El falangista que le anuda la cuerda
en las muñecas le dice que abra la mano y él se resiste, pero entonces otro
llega por detrás y le da un culatazo de fusil en los nudillos y aunque podría
seguir aguantando la abre y la cierra el tiempo justo para que vean que no
esconde nada.
Antes
de salir del ayuntamiento, que ahora es un cuartel ve en un rincón a Camilo, el
primo de su mujer. Lo mira sin buscar en sus ojos compasión o suplicarle ayuda.
Lo mira como a un ser impasible, inmutable cuando ve salir a catorce hombres civiles,
que no han tomado las armas como ellos, camino de cualquier cuneta.
Los
obligan a subir al camión a empujones, mientras alguno de los falangistas bala
para hacer un chiste y compararlos con un rebaño de ovejas. Leopoldo se encara
con uno de los pistoleros, se caga en Dios y en su glorioso alzamiento y
entonces el que parece mandar en el grupo se abre paso entre todos, le agarra
el pelo y le sube al camión pidiendo que al gallito ese se lo dejen a él.
Cierran
la lona del camión y se suben a un coche. Oyen cómo arranca el motor y notan
sus faros cómo los siguen a la salida del pueblo. Guardan unos minutos de
silencio hasta que Leopoldo habla y dice que no pueden dejarse matar, que
cuando se detenga el camión tienen que correr, tienen que empujarlos y salir a
la oscuridad como sea, aunque se caigan, aunque se choquen con un árbol, aunque
se precipiten por un barranco; cualquier cosa antes de que estos cabrones nos
maten con las manos atadas.
Él
continúa con el puño cerrado, fuertemente, protegiendo el pliegue de piel en el
que se encuentra el punto más intenso de olor de la colonia familiar. Teme que
el sudor frío del miedo altere ese olor de la colonia familiar pero hace mucho
frío y ya no suda. Está concentrado en su mano, en esa imagen familiar, en
dejar de sentir el frío de esa noche de mediados de octubre, en no imaginarse a
sí mismo arrodillado en una cuneta recibiendo un disparo en la sien.
Por
los giros del camión intentan adivinar el recorrido que hacen para saber hacia
dónde los están conduciendo. Hasta ahora saben que se acercan a la carretera de
Cacabelos y que se desplazan por ella. Veinte minutos después notan que el
sonido del motor vuelve a rebotar en paredes porque lo escuchan con más
nitidez. Y de pronto el vehículo frena, sus cuerpos se inclinan en los asientos
hacia la cabina hasta que se detiene.
Los
pistoleros bajan del coche. El jefe grita a alguno de ellos que vigile la parte
de atrás y entonces escuchan cómo alguien golpea lo que parece la puerta de una
casa y grita que abran. Se repiten los golpes hasta que se escucha como alguien
retira la retranca y se abre. Entonces gritan el nombre de un hombre pero la
que contesta es una mujer. Le dan la orden de que salga su marido y ella dice
que no está. Pero entonces dicen que si no sale igual se llevan a alguien más y
con la sordina de la distancia se escucha la voz de un hombre que grita ya
salgo.
La
mujer pide que le dejen llevar el abrigo y alguien le responde con sorna que
luego vuelven a recogerlo. La lona del camión comienza a moverse porque alguien
opera en ella hasta que se abre y entra un hombre en ropa interior que se
asusta cuando contempla todas sus caras sembradas de pánico.
De
nuevo el camión arranca y el silencio se instala entre ellos. Algunos saludan
al recién llegado por su nombre, lo dicen como un susurro, como si quisieran
respetar los pensamientos que cada uno maneja, los recuerdos que visita, la
despedida mental que todos tienen que elaborar de sus seres queridos.
Unos
cuarenta minutos después el camión se detiene de nuevo y en ese momento
escuchan cómo los falangistas que descienden del coche son recibidos
alegremente por otros hombres que les agradecen que vayan a quitarles el muerto
de encima. Es el hijo de un guardia civil y si lo hiciéramos nosotros nos
traería problemas.
Croquis de la fosa de Priaranza del Bierzo. Emilio Silva Faba era el sujeto número 2. |
De
nuevo la lona se abre y todos miran al recién llegado, al que nadie parece
conocer, al menos visto con el leve reflejo que permite adivinar el perfil de
su rostro. Se sienta al fondo y saluda a los que tiene más cerca.
Apenas
dos minutos después de haber vuelto a ponerse en marcha el camión se detiene.
Esa vez baja el conductor y del coche de los pistoleros no se oye nada. Después
de dar dos golpes en una puerta se oye la voz de un hombre al que saluda y le
dice que llene el depósito. Se escucha cómo el operario de la gasolinera quita
la tapa y entonces el último que ha subido al camión se acerca a la lona y lo
saluda por su nombre y le dice que es el hijo de Falagán, que van un grupo de
hombres a matarlos, que no han hecho nada, que son todos civiles, desarmados,
padres de familia, gente inocente y que cuente lo que les han hecho.
Entonces
el trabajador de la gasolinera carga el combustible lentamente y le pide que le
digan su nombre y de dónde son, por si puede despedirle de sus familias.
Entonces uno a uno se acercan al inicio del remolque, susurran sus nombres, sus
apellidos, el pueblo del que vienen y el número de hijos que tienen. El
trabajador tose cuando quedan dos nombres por susurrarle y avisa de que regresa
el conductor del camión y de nuevo el silencio se instala en el interior del
remolque.
En
ese momento se abre la puerta del coche y alguien le grita al gasolinero que si
mete las narices donde no debe que igual también se lo llevan a él de viaje.
Pero entonces el chófer se asoma por la ventanilla y hace un gesto para
decirles que es de fiar. Entonces el falangista grita que se acabaron las
paradas y que adelante.
Cuando
el camión sale de Ponferrada ya han perdido las referencias que les permitan
saber hacia dónde los llevan. Entonces Leopoldo le pregunta si tiene algo en la
mano y él responde que un recuerdo. Le anima a escapar cuando bajen del camión
pero él no se ve con fuerzas y le dice que no piensa intentarlo.
Entones
recuerda la de veces que le dijeron que se fuera del pueblo, que en algún
momento ya no podría pagar el dinero que le pedían semanalmente y sería su
turno, que han sido implacables, que cuando Suárez el médico pide que le lleven
a él por salvar a su hijo, agarran al hijo y se lo llevan y lo hacen
desaparecer. Se lo dijo Bernardo, que tienes familia en Argentina y en Estados
Unidos, que te vayas, al menos hasta que esto se calme y vuelvan a los
cuarteles pero él piensa que como conoce al jefe de los falangistas está protegido.
El
camión aminora su velocidad y Leopoldo y otro de los hombres se coloca junto a
la salida del remolque. Los falangistas que salen del coche dicen que nunca se
han alejado tanto, que van a volver a casa tardísimo y uno de ellos comienza a
desatar la lona. En
el momento que la abren se ve el coche, con los faros encendidos y los dos
detenidos saltan y se echan a correr hacía la zona más oscura.
Uno
de los falangistas grita que se escapan y tardan unos segundos en comenzar a
disparar, entre insultos y discusiones. Cuando acaban los disparos se quejan de
haber abatido a uno y no haber podido detener al más cabrón. Discuten sobre ir
a buscarlo, que haber quién se mete en esa zona que no conocen de noche, cerca
del río y es el valiente que lo busca, barajan la posibilidad de haberlo herido
y eso les tranquiliza.........
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