martes, 16 de octubre de 2018

Hace ochenta y dos años en una cuneta o toda la vida bajo tierra


En la noche de un día como hoy, hace 82 años, un camión de reparto de gaseosa se detuvo frente a la puerta del ayuntamiento de Villafranca del Bierzo. Fueron introducidos en él catorce hombres, civiles, republicanos,trabajadores, algunos padres de familia. Entre ellos, Emilio Silva Faba, 44 años, padre de seis hijos, marido de Modesta Santín, militante de izquierda republicana, defensor de la escuela pública y laica. Hace hoy ochenta y dos años que fue asesinado junto a otros trece civiles, su cuerpo abandonado en una cuneta, su cráneo atravesado por dos proyectiles de bala, sus hijos en un pueblo gobernado por sus asesinos, por los que raparon el pelo a las mujeres republicanas, por los que arrebataron la vida a decenas de civiles y luego le llamaron a eso "guerra entre hermanos". 

Aquí imaginando las que pudieron ser últimas horas de vida de mi abuelo, arruinado por un impuesto que le cobraba la falange, asesinado por quienes querían una España grande y libre y construyeron una sangrienta dictadura por la gracia de Dios

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Toda la vida bajo tierra

Se sienta en el catre de la celda, con el cuerpo inclinado hacia delante y el rostro apoyado en las palmas de las manos y los codos apoyados sobre sus rodillas. Escucha los primeros ruidos en el piso superior, el alboroto, las pisadas, las risotadas cuando alardean de que esa noche van de caza, a sangre y a fuego, al tiempo que chocan los tacones de sus botas al grito ¡Arriba España! y los imagina cuadrándose brazo en alto.

Sabe bien lo que significa, lo que se conjuga hacia su existencia como una ola gigante, el giro que ha dado el reloj de arena del tiempo que le queda, o el que no le queda; el firme trazo con el que la muerte comienza a escribir su nombre, sus apellidos, la fecha de su nacimiento y la de su defunción; agujero que se abre como la explosión de un obús en el suelo de la biografía de su mujer y de sus hijos, porque conoce cómo tratan a las viudas, cómo las humillan, las insultan, sin rastro de la caridad cristiana que dicen defender y ejercer, sin un miligramo de amor al prójimo.

Inspira aire profundamente sobre sus manos y entonces detecta el olor de su hijo Manuel que debió impregnarse en sus dedos cuando su brazo atravesaba las rejas de la celda y le frotó el cabello, antes de verle desaparecer subiendo las escaleras y despedirse de él para siempre. Aquel aroma es el último hilo que une físicamente sus sentidos con su familia y entonces lo rastrera lentamente entre los dedos, lo busca, lo necesita como una puerta por la que huye del miedo y la desesperación.

Detiene su pensamiento en una imagen plástica y respira lentamente para no agotar ese olor que es un puente que le une a su vida, a su ex vida, a los pocos latidos que le quedan a sus aurículas y a sus ventrículas porque está a punto de pasar el resto de su vida bajo tierra.

Entonces descubre un rincón entre los dedos índice y corazón donde lo percibe de un modo más intenso y detiene su nariz sobre él para olfatearlo, para saborearlo y concentrarse en un momento feliz junto a sus hijos, junto a Modesta, la mujer por la que dejó de ser un emigrante. Están en Pereje, entrando en la casa que él ha construido con sus propias manos para su familia. Es la primera noche que pasan en ella y él se siente orgulloso después de dos años y medio de duro trabajo.

Los gritos aumentan en el piso superior y alguien avisa a los detenidos de que se vayan preparando. Imagina a su hijo Emilio, al que la faltan dos días para cumplir diez años. Camina sobre el muro de piedra que limita la parcela sobre la que ha edificado el hogar en el que sueña envejecer y cuando consigue cruzarlo y mantiene el equilibrio salta y sale corriendo para hacia la primera piedra para repetir su hazaña.

Ramón está golpeando dos piedras que chisporrotean. Las sujeta fuertemente y repite el mecanismo porque busca el punto justo entre el choque y la fricción para que salgan las chispas más grandes. Está sentado en el suelo, junto a la entrada, con las piernas estiradas y abiertas.

Manuel tiene cinco años y se ha subido a una piedra de trescientos kilos que tuvieron que traer sobre un carro y han puesto a la entrada de la casa, justo a la izquierda de las escaleras. Escala la piedra, se sienta en su cima y se deja caer como si estuviera sobre un tobogán.

Rosario está conversando con una muñeca de trapo, le acerca y aleja un palo a la boca, como si le estuviera dando de comer. Antonio, con sus cuatro años, corre de un sitio a otro, desparece por la esquina donde se extiende el huerto, regresa hasta tocar con la mano la esquina que da a la carretera y repite el mismo recorrido una y otra vez con la agilidad de una atleta. Modesta, su mujer, está sentada en una silla y tiene en brazos a la pequeña, de apenas cuatro meses.

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