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A principios de los 90, la mayoría
electoral no se considera preparada para ver a la derecha en el gobierno
central. En 1995 sufre un atentado de ETA, del que sale ileso.Tras ese hecho,
la imagen pública del líder popular cambia y el PP da un giro a su interpretación
de la violencia terrorista
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La exposición pública de las víctimas de
ETA permitía continuar ocultando a las víctimas de la dictadura, que esperaban
a un Estado democrático que garantizase sus derechos
Emilio Silva
En los primeros años de la
Transición (cuando recuperábamos la democracia) el Partido Popular (entonces
Alianza Popular) no podía utilizar el pasado como argumento para su legitimidad
democrática. Teniendo como fundador a Manuel Fraga, ministro de la dictadura,
debía mirar hacia el futuro.
Mientras la élite franquista
blanqueaba su biografía, para convertirse en élite democrática, el ambicioso
Fraga fracasó en sus repetidos intentos por llegar a la Moncloa, incapaz de
aceptar que la sociedad no quería un presidente del Gobierno que hubiera sido
dirigente en el franquismo.
Así que la derecha española,
herida por varias derrotas electorales, decidió llevar a cabo una gran
operación cosmética. En el congreso de enero de 1989, sueltan lastre del pasado
y Alianza Popular se refunda en el Partido Popular. Al mismo tiempo llevan a
cabo un cambio generacional; aparece un nuevo líder, José María Aznar, en ese
momento presidente de la Junta de Castilla y León.
El partido pasó a definirse
como fuerza de centro liberal, a pesar de que Aznar había sido durante su
juventud militante del Frente de Estudiantes Sindicalistas (FES), una
organización estudiantil que posteriormente se transformó en el partido Falange
Española Independiente (FEI). Encontró su legitimidad biográfica en el espíritu
de la transición, donde “todos renunciaron a algo” e incluso llegó a definirse
como el heredero de la Unión de Centro Democrático (UCD) de Adolfo Suárez.
Aznar, como líder del PP, no
consigue ganar las elecciones generales ni en 1989 ni en 1993; la mayoría
electoral no se considera preparada para ver a la derecha en el gobierno
central. Pero el 19 de abril de 1995 sufre un atentado por parte de ETA, del
que sale ileso gracias a viajar en un vehículo blindado. Tras ese hecho, la
imagen pública del líder popular cambia.
Es a partir de ese momento
cuando el Partido Popular da un giro a su interpretación de la violencia de
ETA. De su oposición a ella puede nacer la legitimidad que necesitaban para que
la sociedad considerase que se trata de una fuerza política de arraigo
democrático. Como consecuencia, la relación del PP con la Asociación de
Víctimas del Terrorismo (AVT) se intensifica y los populares comienzan la
construcción de una figura hegemónica, según la cuál, un demócrata es quien ha
sido víctima de ETA o condena públicamente su violencia.
Ser víctima de un delito
violento no tiene nada que ver con el hecho de ser demócrata, porque para serlo
hay que sostener y defender principios democráticos. Pero José María Aznar y su
partido planificaron la construcción social de esa asociación de conceptos. Eso
les permitía aglutinar su arcaica idea de la unidad del Estado, combatir una
anti España que le movilizaba voto, y legitimarse. En ese proceso llegaron
incluso a condecorar a Melitón Manzanas, uno de los más sanguinarios
torturadores de la dictadura, que fue asesinado por ETA.
La exposición pública de las
víctimas de ETA permitía continuar ocultando a las víctimas de la dictadura,
que esperaban a un Estado democrático que garantizase sus derechos. Más de cien
mil familias ansiaban la llegada de un Gobierno que reabriera las fosas,
cerrara las heridas y devolviera a los más de cien mil desaparecidos su buen
nombre y un lugar digno en el que reposar.
Cuando un ciudadano es víctima
de la violencia, las instituciones deben mirar el daño que ha sufrido y poner
en marcha la atención precisa, al tiempo que se produce la intervención
policial y judicial. Esa asistencia no puede depender del discurso político del
agresor ni del de la víctima; debe ser un derecho apartidista e indiscriminado.
Pero el PP ha establecido
durante sus años de gobierno una jerarquía en la atención de las instituciones
que tiene que ver directamente con su ideología. Durante años hemos visto cómo
las víctimas de la AVT recibían un trato preferente con respecto al de otras
organizaciones como la que preside Pilar Manjón. Es una clara prevaricación
humanitaria, consistente en diseñar sus políticas de atención a quienes han
sufrido delitos violentos desde sus intereses de partido.
Hasta ese punto, la hermana de
Miguel Ángel Blanco, María del Mar, actual presidente de la Fundación Víctimas
del Terrorismo, ofreció un discurso en el décimo séptimo aniversario del
asesinato de su hermano en el que agradeció al Partido Popular su política antiterrorista.
En el artículo tercero de sus
estatutos el PP se declara soidario con las víctimas de la violencia de
cualquier signo. Pero en sus años de Gobierno jamás ha movido un dedo por
reparar a las víctimas de la dictadura. Se trata de una cuestión compleja
porque, independientemente de que algunos de sus miembros justifiquen el
franquismo, supone criminalizar a sus padres fundadores. Su actitud ha sido la
de crear excusas, alguna tan manida y repetida como la de que dar una sepultura
digna a una víctimas de la dictadura reabre heridas. Por su parte, el PSOE
también ha acompañado al PP en esa política discriminatoria, en parte por
inercia y en parte por la culpabilidad de no haber hecho nada por las víctimas
del franquismo durante los gobiernos de mayorías absolutas de Felipe González.
En esa construcción, el PP
llegó a convertir en la prueba de la cultura democrática de un partido o
individuo la condena de la violencia de ETA. Se trata de un falso silogismo,
porque el rechazo de esa violencia lo pueden haber practicado en estos años
miles de torturadores franquistas, miembros de grupos de extrema derecha y
otros colectivos que desprecian la democracia. Y además un ejercicio de doble
moral. En el verano de 2013 el alcalde de la localidad lucense de Baralla, el
popular Manuel González que aseguró en un pleno municipal que “los que fueron
fusilados por el franquismo se lo merecían”. A este militante que justificaba
la desaparición forzada de 113.000 civiles el PP no loe pidió una condena de la
dictadura. Cuando desde algunos ámbitos se pidió su dimisión él aseguró que “el
partido ya me ha perdonado”.
Más doble moral; mientras el PP
ha tratado de sacar del juego político a quienes no condenaban la violencia de
ETA, financiaba con dinero público del a la Fundación Francisco Franco
(Ministerio de cultura 2000 ), sostenía monumentos a dirigentes franquistas,
responsables de los peores crímenes que hemos conocido, o apoyaba acciones
militares que han causado la muerte a miles de civiles.
De toda esa intervención en la
cultura política surge la reacción del con respecto a la afirmación de Pablo
Iglesias de que el terrorismo de ETA tiene “explicaciones políticas”. Las
declaraciones en las que Esperanza Aguirre le dice a Podemos que entregue a las víctimas el
dinero que le sobra del crowdfounding que ha hecho para demandarla, forma parte de esa cultura del PP que ha visto la financiación a
ciertas víctimas como la forma de adquirir pedigrí democrático.
Pero el final de la violencia
de ETA y los cambios que está generando la crisis han cambiado la realidad. La
raya que dibujó Aznar durante sus años de mayoría absoluta, a partir de la cual
quienes no estaban con él no merecían el nombre de demócratas, se diluye. Su
instrumentalización de las víctimas de ETA queda patente ante su abandono de
los desaparecidos de la dictadura o su política de desprotección de las mujeres
que sufren la violencia machista. Igual que sus condenas de la violencia, que
nunca han alcanzado a una de las dictaduras más sangrientas del mundo.
El PP ha utilizado política y
partidistamente las consecuencias de la violencia de ETA. Así se explica su
intento de modificar la autoría de los atentados del 11M de 2004, convencidos
de que tenían la mayoría pero si sostenían su versión de los hechos hasta el día
de las elecciones, tendrían la mayoría absoluta garantizada. Por eso resulta
evidente su sobreactuación cuando alguien afirma que existen explicaciones
políticas al respecto, como si sus dirigentes no hubieran hecho política con
los efectos de la violencia.
Pero el marco se desfigura y lo
que durante un tiempo fue un instrumento de persecución inquisitorial (basta
recordar la campaña contra Julio Medem por su documental La pelota vasca) se
desactiva por el cambio de contexto. Los límites políticos que establecieron
los padres de la transición se desdibujan. Cada vez es más evidente que en la
trastienda de la política institucional se priorizaban los privilegios y
prebendas de la oligarquía. Por eso, cuando ese sistema político nos ha traído
hasta esta crisis, sus herramientas se han mostrado inútiles para proteger
socialmente a la ciudadanía.
La derecha española se
encuentra en una encrucijada. Sus cimientos liberales se desmoronan y el uso
que ha hecho de las consecuencias de la violencia terrorista ya no sirven para
abatir adversarios. Con los efectos de la crisis, la sociedad ha adquirido
otras prioridades y desde el partido que gobierna y genera sufrimiento social
ya no es posible movilizar contra otros con la fuerza con que lo hacían antes.
El PP necesita construir nuevas
herramientas políticas que realmente operen en la sociedad. Sus reiterados
intentos por reabrir el debate acerca del terrorismo han sido infructuosos. En
estos momentos no son capaces de apreciar que su crisis va más allá del
descontento que generan sus políticas económicas y sociales. El desmoronamiento
electoral del PSOE supone también un cambio que deben elaborar. Es posible que
necesiten su regreso a la oposición para llevar a cabo una reflexión colectiva
que les obligue a romper los viejos lazos y a terminar con la
instrumentalización de las víctimas del terrorismo. Mientras tanto, intentan
convertir a Pablo iglesias en esa antiEspaña que hasta ahora movilizaba su
voto. Pero el cambio social generado por la crisis ha sido enormemente profundo
y es posible que no sean capaces de verlo hasta que un resultado electoral lo
saque a la superficie.