sábado, 4 de marzo de 2017

LA MEMORIA ES UNA ENREDADERA; LA REPRESIÓN, UN POZO DE MIEDO

La memoria es una enredadera. La historia del fotógrafo Álvaro de la Parra la destapó el periodista Carlos Fidalgo con su reportaje "La fotografía maldita" Una historia que representa la crueldad de los represores franquistas y el dolor de un fotógrafo que estaba retratando, fiel a su trabajo, los rostros de quienes luego serían buscados por los falangistas. Durante mucho tiempo estuve buscando a ese escritor de luz sin encontrar una sola pista. Guardo la fotografía que escondió mi abuela en una rendija de la casa. La hermosa imagen de la manifestación republicana sobre el puente.

En una cosa que estoy escribiendo "aparecieron" ellas. Mi padre recordaba cómo en Villafranca del Bierzo, donde se hizo la foto, sacaron a dos hermanas a la calle, arrastradas por falangistas, de cómo gritaban, de cómo se agarraban al marco de la puerta de su casa para que no se las llevaran.
"Paga el café y sin esperar al cambio se levanta, se acerca a la puerta del ayuntamiento y se coloca en el mismo lugar en el que su abuela se hizo consciente de lo ocurrido. Camina despacio hacia la que era entonces la casa familiar. Atraviesa la plaza mirando los balcones donde algunas mujeres están sentadas. Llega al parque de la herradura por la orilla izquierda. Imagina que a ella el mundo se le hace pequeño, galopando a lomos de una ansiedad infinita, seguida a lo lejos de sus tres hijos mayores que acaban de abandonar la infancia por la puerta trasera.
Un hombre mayor está sentado en una silla de tela, bajo el marco de la puerta de su casa leyendo el periódico. Quizá esos ojos estaban allí aquel día, hace más de sesenta años, contemplando la tragedia y se movían siguiendo aquella sombra con forma de mujer, que con las manos en la cabeza corría hacia su casa en busca de refugio. Se detiene un segundo porque sabe que si pregunta por el tema a bocajarro lo asustará.Tras un rápido cálculo mental se acerca al hombre, lo saluda y se sienta en un banco de piedra que recorre la pared. El hombre en vez de apartar el periódico gira la cabeza y le devuelve el saludo. Entonces la cuenta que hace mucho que no iba por allí, que su familia es de la zona y que está buscando alguien que conociera a su abuelo. El hombre deja el periódico sobre las piernas y le pregunta cómo se llamaba. En ese momento una sombra de desplaza tras el umbral de la puerta. Le ha parecido ver a una mujer que rápidamente evitaba la luz. A mi abuelo lo mataron en la guerra, dice y él hombre asiente. Tiempos duros aquellos, le dice.
La mujer ha vuelto a desplazarse buscando el lugar más cercano al paisano desde el que no pueda verla. El hombre habla de los duros que fueron aquellos años, de cómo a algunos no les temblaba el dedo del gatillo. En ese momento una mano sale de la sombra muy despacio, como si la lentitud pudiera evitar que fuera vista y estira la chaqueta del paisano para llamar su atención.
El hombre ha iniciado un relato inconexo de un día en que sacan a varias vecinas a desfilar a golpe de tambor. Los falangistas golpean con las culatas de las pistolas las puertas de las casas y gritan a la gente que salga y vaya a la plaza. Una vez allí comienzan a cortarles el pelo, a trompicones, cuanto peor mejor. Alguno de los falangistas le restriega en las lágrimas a una de las mujeres los cabellos recién troceados.
En ese momento la mano que sale de la oscuridad tira fuertemente de la chaqueta, tanto que la silla está a punto de tambalearse. Hasta entonces su interlocutor se había comportado como si esa mano no existiera, como si aquella extremidad que le reclama no estuviera allí. Pero el hombre en ese momento se siente molesto, por lo que estaba contando. Y hace un gesto de que se vaya a paseo y sigue su relato.
Una vez que las mujeres tienen el pelo rapado, su feminidad negada, les abren la boca y les obligan a beber aceite de ricino. De nuevo suena junto a ellas un tambor y…. En ese momento un sonido sale de la oscuridad de la puerta, un susurro violento, temeroso y amenazante. “Basta”. Es una voz femenina que provoca un giro en la cabeza del anciano que lee algún gesto de la persona que se encuentra dentro, quizá sus labios. Pero él tiene buen oído y escucha algo que le parece una advertencia: “Cállate que no sabes con quién estás hablando”. Y el paisano vuelve a mirarle en silencio, de arriba abajo, buscando una señal que al parecer no encuentra y se ajusta las gafas, coge lentamente el periódico, lo despliega y cuando el papel está a punto de ocultar su rostro dice a modo de despedida: “Y no me acuerdo de más”.

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